viernes, 6 de mayo de 2016

La pesca comercial en el Pilcomayo, ¿una infamia o un símbolo de identidad?

Nuevamente, como todos los años, al comenzar la temporada de pesca hay mucho ruido en el Pilcomayo. De Bolivia se comienzan a interesar seriamente por el control de la extracción y venta de peces; pues es notorio que los cardúmenes son cada vez más pequeños (indicador crítico de la merma faunística de la cuenca). En Argentina los pescadores están ansiosos por vender a toda costa a los camiones bolivianos y en Paraguay a nadie le importa mucho; así que si los camiones tienen que entrar en su territorio para comprarles a los pescadores salteños, en buena hora; ya que unas “propinas” no les vienen mal a las autoridades locales.

Esto de la pesca es un cuento de nunca acabar; y como cuento, les voy a contar uno.

Los pescadores del Pilcomayo de Salta (me voy a limitar a este sector para que el cuento no sea tan largo), como todos saben, pescaban para comer lo que el río les ofrecía. Por eso nunca había que rechazar la oferta: cuando el río trae peces, hay que pescarlos; y el sábalo, siendo el más abundante, se tornaba en el preferido para las artes culinarias corrientes; mientras que el dorado era para comidas especiales (recordemos que fue el pez por cuyo motivo se generó el gran caos y se formó el río). El surubí, por su parte (además de sabroso) implicaba artes de pesca cuyo buen ejercicio servía para medir las fuerzas de los líderes de pesca (incluso como iniciación a esta carrera).

Este concepto, “cuando el río trae peces no hay que negarse a sacarlos”, es porque si no se hace así, el dueño se enoja y al año siguiente no habrá más.

Aunque desdibujada, la idea sigue vigente. Pero también se han puesto en vigencia otras cosas, como capas de cebolla que se superponen y conviven entre si para conformar la identidad de ese bulbo. La comercialización masiva de la pesca que se inicia en los últimos treinta años del siglo XX,;transformó un alimento generador de vida (no me gusta hablar de “subsistencia”, pues aunque el término no es incorrecto, sus connotaciones sociales hoy son peyorativas) en mercancía. Símbolo y sujeto cultural transfigurados en objeto de intercambio. Mercancía que sirve para acceder a otros objetos de intercambio, que no eran necesarios antes y que ahora hacen a la identidad y categorización de las personas; operando más en el orden de los simbólico que en el de lo necesario. Mercancías que se tornan en imprescindibles para llegar a “ser personas aceptables”. Por ejemplo, se vende el sábalo para comprar una lata de sardinas (si, tal cual), galletitas y fideos o yerba. Eso fortalece la identidad del pescador frente a los demás, especialmente a los que no son como él y comen esas cosas. Es una manera de entrar en la categoría de los que tienen casas, de los que tienen motos, de los que gastan en ropas inútiles, toman cerveza en lata, ganan una rifa, riegan el pasto de su jardín, o lavan el auto el sábado… es una manera de entrar en la categoría de quienes se dicen personas, en contraste a los “indios de mierda” que huelen mal a pescado la mitad del año (disculpen la dureza, pero es así como piensan los no-pescadores urbanos o urbanizados mentalmente). Opera simbólicamente como trampolín para salir de lo que alguien inventó como “pobreza”.

Y aquí entra otra capa de la cebolla, que convive con las demás y otorga identidad a “la cosa”: el que inventó la pobreza en este río tan rico y abundante.

A alguien se le ocurrió que los pescadores tienen que trabajar denodadamente día y noche, porque son pobres y no pueden acceder a los “bienes de consumo”. Ese alguien, sin dudas, es el que vende los “bienes” de consumo; que en fin, se tornan en “males” cuando vamos a evaluar el impacto que provoca la pesca desmedida para ser vendida a precios infames, moneda que termina en los bolsillos de los comerciantes. Y si, es así; finalmente son los comerciantes los que instigan de maneras diversas y muy ingeniosas (sino, miren las propagandas televisivas de todo lo inútil que se vende y se transforma en necesario y hasta imprescindible para vivir) a que se desmadren todos los mecanismos culturales y legales que podrían regular la pesca. Los comerciantes locales y los que los proveen desde Tartagal, están ávidos por la llegada de estos días tan abundantes (para ellos) de intercambios comerciales. Intercambios; ja… que risa. Ventas infames nuevamente, en donde los precios de las cosas aumentan de manera irracional y se vende lo más inútil que a uno se le pueda ocurrir, convenciendo al pescador o a la señora del pescador) de que eso es imprescindible para llegar a ser persona y dejar de ser pobre o “indio de mierda”.

Al fin, el pescador sigue siendo el mismo “pobre” de siempre, pero come sardinas en lata; con una bicicleta, una motito o unas “Nike”, que termina vendiendo dentro de seis meses a precios irrisorios, a los mismos comerciantes o los parientes del comerciante, cuando se acaba la fiesta de la venta de pescados y empieza el nuevo “lup” (tiempo de carestía de los Wichi).

Cuando los mecanismos de control de Fauna de Salta se ponen estrictos, la desesperación del pescador por llegar a ser “alguien” y la de los comerciantes por vender lo útil para ese propósito y lo inútil para vivir, llega a límites inconcebibles por alguien ajeno a esta realidad. Quiero recordar acá, brevemente, que este año la Subsecretaría del Ambiente de Salta resolvió la veda total de pesca en toda la cuenca del Pilcomayo. Esto significa que las autoridades deben controlar que no se pesque del lado salteño (de paso, ¿cómo saben por donde pasa el límite en el lecho del río, si es que el río todavía es el límite?). Esta presión, junto con el control que desde Villamontes se ejerce sobre el paso de camiones ilegales al río frente a las costas salteñas, llevó a que un movimiento de pescadores de la zona de Misión la Paz amenazaran con “cerrar el río con alambre para que no pasen los peces”. Lo que parece insólito, era una práctica muy antigua de manejo de la pesca, que llevó a enfrentamientos entre pueblos pescadores. Así es como devino en guerra la aplicación de estas artes de pesca, cuando la gente de Tofai (Nivaclé) cerró con palos el río y no dejó que suban los peces a la zona de Tigre (Toba); de la misma manera, Lamú (Lhokotás) atacó a la gente de Tigre (Toba) cuando hicieron lo propio en otra temporada. Aún hoy, cuando los peces tardan en llegar, algún pescador se pregunta ¿dónde y quién estará cortando el río allá abajo? Así, la Ruta 28 pasó a formar parte del universo mítico de los pescadores bolivianos. Cerrar el río no es nuevo. Sin embargo, la anécdota desnuda otra realidad. Los pescadores de Salta saben que, más allá de toda preocupación por la depredación del sábalo; algo que opera ocultamente, entre las capas de la cebolla que estamos cocinando, es la necesidad de proteger la llegada de los peces hasta Villamontes; porque, si eso no ocurre, el caos social y político se tornará en incontrolable.

No falta, sin dudas, otra capa, de las más nuevas, que converge para ir formando el tallo en cebolla. El descontrol absoluto que representa la presencia de camiones de dudosa legalidad del “otro lado del río” y la ida y venida de pescadores llevando y trayendo, favorece el paso de mercancías de otro tipo; que van recorriendo el chaco mediante mecanismos diversos y llegan a manos de los mercaderes urbanos. Formas de transportar de maneras menos voluminosas lo mismo que recorre los cielos en avionetas o las rutas en camiones cisternas y hacen a las variadas vías del narcotráfico entre Bolivia y Rosario (Argentina); para, desde ahí, salir a todas partes del mundo a través de los puertos sojeros. El pescador se torna en otro instrumento de este festival del folclore de la droga a través del chaco. Así, la “changa” del pescador lo muta en pequeño traficante de un gran comercio (cuyos alcances probablemente desconoce) con lo cual incrementa moderadamente los infames precios que le pagan por cada sábalo. Al fin, el que se arriesga es el pescador, a favor de aumentar su capacidad de consumo en los mismos comercios que le pagaron por esa “changa”. La explotación alimenta la explotación.

Cuanto mayor es el caos, mayor y más diverso es el enriquecimiento mediatizado por la depredación del río.

Críticamente, “nadie entiende cómo esta gente no progresa con todas las oportunidades que tienen...”. Los organismos de cooperación internacional se devanan los sesos para entender por qué su cooperación “no saca de la pobreza a esta gente”, los organismos del Estado invierten en subsidios y proyectos alternativos para ver si “solucionan el problema de los NBI en la región”… y así van las cosas. Mientras un comerciante local de Misión la Paz o uno de los grandes de Tartagal, embolsillan (proporcionalmente de maneras diferentes) el producto de la depredación del río; la gente de Fauna de Salta debate hasta dónde la pesca es de subsistencia y debe permitirse, hasta dónde es un derecho propio d ellos pueblos pescadores y dónde comienza la pesca comercial. ¿Es el número de peces extraídos del río el límite? ¿o será la hipocresía del capitalismo liberal que no encuentra límites al enriquecimiento sin importar lo que se acaba ni dejar de pensar en el sujeto pescador como objeto consumidor o instrumento de tráfico?

La transformación de la pesca opera, también (y no está de más recordarlo), como un mecanismo que destruye y desestructura el orden social de las comunidades pescadoras; evidenciando una forma más de colonización y sometimiento en tiempos actuales. Pero este es otro cuento...